domingo, 22 de marzo de 2020

Una guerra por una oreja


Nunca una oreja ha resultado ser tan importante en la política internacional como el pabellón auditivo cercenado por un español a un hijo de la Gran… Bretaña, con el resultado de un conflicto bélico entre nuestro orgulloso país y la “pérfida Albión” (entiéndase Reino Unido), nombre que parece ser se lo puso Napoleón por el enorme cariño que tenía a los vecinos de más allá del Canal de la Mancha. 
Como se sabe, los “British”, además de birlarnos Gibraltar y Menorca (la isla por lo menos conseguimos recuperarla, pero el Peñón y sus monos, ha sido imposible), tras una guerra civil (una de tantas que hemos tenido, ya que para matarnos entre nosotros mismos hemos sido los mejores… menos mal que ya hemos aprendido…), que hubo a principios del siglo XVIII, la llamada Guerra de Sucesión española, se quedaron también gracias al famoso Tratado de Utrecht, con el negocio más lucrativo del siglo XVIII, el “asiento de negros”, lo que viene siendo el tráfico de esclavos desde África a América. Eran otros tiempos, y los pobres africanos los tratábamos como puras mercancías, no como ahora, que nuestra humanidad occidental nos precede.
Los ingleses, además de “cazar” negros en África y llevarlos para que fueran explotados y vejados en las plantaciones americanas, aprovechaban el viaje y también “trapicheaban” con las colonias españolas de las Indias (así se llamó siempre en España a América y sólo a mediados del siglo XIX empezó a generalizarse el término actual). Un imperio como el británico no se construye siendo benevolente con el prójimo.

En esas estamos, cuando hacia 1732, un barco inglés fue apresado en América, perdón, en las Indias, por un barco guardacostas español, la “Isabela”, cuyo capitán, Juan León Fandiño, no se quedó satisfecho con confiscar el navío y la carga al inglés, parece ser que le cortó una oreja a su capitán, Robert Jenkins (hay historiadores que discrepan de la certeza de este incidente, y si pudo haber sido en una reyerta de taberna caribeña, ya que al capitán inglés, sorpresa, sorpresa!...le gustaba bastante empinar el codo). Además, el marino español no contento con tal afrenta, se dirigió a la oreja cercenada (me imagino el tono sarcástico y burlón) diciéndole: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”.
Robert Jenkins enseñando su oreja al Primer Ministro

Parece ser que el contrabandista apreciaba tanto su oreja, que la conservó, supuestamente, en un tarro (si era en almíbar u otro líquido no ha trascendido), y años más tarde, la mostró ante la Cámara de los Comunes como la prueba de la crueldad de los españoles. Me imagino que algún político inglés de la época tenía ganas de jaleo y encontró en la oreja la excusa perfecta, y toda apunta a el propio primer ministro, Robert Walpole. Lo cierto es que el primer ministro se vio obligado a declarar la guerra a España, la cual ha pasado a la historia como la Guerra de la Oreja de Jenkins o del Asiento.
Como en todo conflicto bélico, aunque las banderas y cruces o medias lunas vayan por delante. siempre hay unas razones económicas y, en este, eran las primordiales, pese a la anécdota orejil.
Ya se ha dicho que en Utrecht al Reino Unido se le concedió el “asiento de negros” (ya veis de donde deriva el otro nombre del conflicto), además de otros beneficios comerciales, como el “navío de permiso”, por el cual, a los ingleses se les permitía, una vez al año, enviar a la América española un navío para contrabandear, perdón, para comerciar libremente en dicho territorio hispánico. Ese “permiso”, se convirtió en un negocio muy lucrativo, sobre todo, para la compañía inglesa que lo llevaba a cabo, la Compañía de los Mares del Sur (una de las compañías privilegiadas que creó el Reino Unido para comerciar en su vasto imperio que se estaba gestando por entonces), ya que, entre permiso y permiso, colaban productos ingleses de contrabando. Decir que en Utrecht ese navío de permiso tenía una vigencia de 30 años, por lo que temiendo que lo españoles no prorrogaran dicho permiso, los ingleses buscaban desesperadamente una excusa para doblegar a los rudos españoles y romper el monopolio comercial con América (eso de buscar y crear excusas para entrar en una guerra no lo inventó EE.UU. con el Maine, es más antiguo que las chanclas de Ramsés II). Y, por si fuera poco, los españoles respondieron ante ese “pirateo” inglés, dando el visto bueno a la creación de buques “guardacostas”, con la autorización de confiscar cualquier mercancía de contrabando en territorio español de las Indias. Eso a los descendientes de Enrique VII no les hizo mucha gracia, como si les negaran otro divorcio al Tudor, por lo que la cercenada oreja, se convirtió en ese motivo ansiadamente buscado para declarar la guerra a España, de tal manera, que en 1739, con el objetivo principal y cristalino de liquidar el monopolio comercial español (en esa época las colonias solo podían comerciar con sus metrópolis, es decir, con el país colonizador, por los que los “British” no podían vender sus “fish and chisps” en la Habana o Buenos Aires). Con ese objetivo, la Royal Navy (lo que viene siendo la Armada Real británica) envió una escuadra a las Indias españolas, según cuentan, la más grande que nunca había cruzado el Atlántico, dedicándose principalmente a hostigar, es decir, a dar por saco, a los puertos españoles del Caribe. En una de esas campañas de hostigamiento, el almirante inglés que comandaba la flota británica, que ya hemos dicho que era un flotón, intentó atacar el puerto de Cartagena de Indias, en la actual Colombia, pero mira por donde, el inglés se encontró allí con el ingenio militar del marino guipuzcoano Blas de Lezo (personaje no suficientemente reconocido en España, aunque hoy dé nombre a una fragata) teniente general de la Armada española, que tuerto y con “pata” de palo incluida, llevó a cabo una magistral estrategia defensiva que hizo fracasar a la flota británica, al “flotón”. ¡Buena revancha por lo de la Invencible!
 
Blas de Lezo. Museo Naval de Madrid
La guerra continuó, siendo muy costosa e improductiva para ambos bandos, así que cansados de tanto guerrear, por el momento claro, se firmó el Tratado de Aquisgrán en 1748, por el que, prácticamente, las tierras conquistadas por el “flotón” retomaron a manos hispanas, lo que viene siendo “ni pa’ ti ni pa’ mí, lo dejamos como comenzamos”, para ello queda mejor utilizar el término latino, es decir, se volvió al statu quo previo… pero ganamos a los puntos…es decir… ¡Victoria de España! (aunque sea por la mínima, así hemos ganado un mundial y no nos veremos en muchas de esas, después vendría Trafalgar). La de Cartagena de Indias está considerada la mayor derrota en la historia de la Armada británica, la mencionada “Royal Navy”.

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